ES IMPORTANTE SABER

viernes, 10 de diciembre de 2010

Núcleo - III

Soy un niño de alrededor de un año, sigo llevando mi esfera de luz en las manos, es grande como una pelota playera. De repente me sofoco. Ví de refilón lo que mi actitud de niño buscaba desde antes de darme cuenta: aparecen un poco por arriba de la altura de mis ojos, manos de adultos, adultos caminando vistos desde la perspectiva que me permite mi altura. Sólo llego a verles las manos, las piernas, muy borrosamente y lejos las cabezas.
Son mi padre y mi madre, que están caminando juntos.
El sentir me inunda y lloro un momento.

Pido más y se intensifica todo: no les veo las caras, sus siluetas no se parecen a las de mis padres históricos, pero son padre y madre. Me toman a upa, los dos al mismo tiempo.
Sus pechos se tocan, yo estoy en el medio.
Se sobrepone la edulcorada imagen de un corazón, pero no la discuto: me gusta.
La imagen del niño de un año o menos se agiganta, se pone dorada, flota en medio del corazón que enmarca los pechos de mis padres juntos, el abrazo.

La imagen dura un rato, y de repente se suspende y es reemplazada por la de un niño de menos de un año, en el que no me reconozco pero con el que me identifico, sé que soy él.
Tiene algo como crayones en las manos, está mirando hacia la derecha, muy fijamente.
Sé que pasa algo a la derecha que lo asusta, miro. Hay gente en un lecho.
Es casi seguro que son mis padres, están teniendo sexo.

La sensación es de las más intensas es inexplicables que haya tenido nunca: ella destila una sensación de tragedia, permanente, terrible. Vive con mucho dolor e inevitabilidad todo, lo que le pasa, lo que hace, lo que hacen otros.
El pareciera estar escondiéndose en el coito.

Son evidentes dos cosas contradictorias, fuertísimas, dolorosas.

Una, es que ambos son ciegos uno a otro, no se encuentran más que por choques, no entienden ni sospechan la forma del otro. No tienen conciencia tampoco de sí mismos, de qué espacio ocupan, de cómo moverse con gracia o tomar perspectiva de nada. Son como peces metidos en cuerpos humanos, sin reconocer ni entender los nuevos miembros, sin conocer su propio potencial de movimiento, sin entender en lo más básico sus propias naturalezas, sin sospechar nada de la naturaleza del otro con quien comparten ahora mismo un coito.
Pero convencidos de estar haciendo algo, cada uno. Ciegos, perdidos y convencidos.

Lo segundo, lo que da el marco que en otro momento me habría catapultado al horror, me habría tirado entero al abismo vacío de la contradicción irresoluble, es que en el fondo de todo el movimiento se nota, brilla.
La legitimidad.
Hay una fuerza tan gigante agitando desde la base de cada uno, tan blanca que no importa, en el fondo, que esté tan tapada y cegada que ni ellos la vean.
Hay razón de ser en todo esto. Una razón pujante y vibrante y tal vez ciega, no llego a determinarlo.

El niño que mira siente ganas de correr, espantado, y un aflojar mío interno le libera los pies y le permite salir corriendo. Decido entrar a la escena y yo mismo lo espero, unos pasos más allá. Lo tomo a upa.
Mi yo de ensueño sigue sin entender nada, pero sostiene al niño a upa.

El niño irradia, más que ninguna otra sensación, la de pavor. Una excitación similar al miedo pero más anónima, más básica, más intensa. Tiene sabor a primal, a los niveles más básicos posibles de sensación.

Del coito en el lecho empieza a crecer una flor.

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