ES IMPORTANTE SABER

jueves, 2 de diciembre de 2010

Bondad - II (presente laboral)

Apenas cambié de trabajo, me pasé un par de meses en la oficina, medio al pedo y medio aprendiendo el lado burocrático de la producción musical estatal.

Un día se da una rareza: un concierto muy pequeño, en una sociedad de fomento que cumplía sus primeros cien años en Flores, pero muy importante porque el presidente de la misma era amigo del Secretario, el jefe del jefe de mi jefe.
Así que mi jefe decide que es una buena ocasión para que tenga mi primer asistencia a un concierto, porque es pequeña y simple, y porque él va a estar cerca para asegurarse de dejar bien parado a su jefe ante el secretario.

Decide llevar a quien después me enteraría que es uno de los caballitos de batalla todo terreno de la dirección: Hugo Marcel.
Yo, claro, ni idea de quién era.

Dado que el concierto era a la noche de un viernes, ese día no voy a la oficina, y haciendo las commpras por el barrio me encuentro con Andrea, una vecina con la que nos conocemos de tiempos más jipis míos e iguales suyos, y su hija Iara.
Con Iara nos comunicamos desde lo bestia, así que nos pasamos un par de horas con ella trepándome por la cabeza y yo revoleándola por el aire.
Llegué a la oficina a buscar a mi jefe tan fresco como se puede, relajado, contento. El contraste con los demás, que estaban viviendo la última hora de un viernes, era claro.

Salimos con mi jefe rumbo a Flores Sur. Como era la primera vez que teníamos un rato extenso a solas, empezamos a charlar desde lo más básico. Se quedó un momento en silencio cuando terminó de sacar las cuentas de que, entre que conozco amigas de su esposa, que mi madre trabaja en la función pública y se conoce con él, y que un tío político mío fuera músico durante años con su jefe directo, yo tenía tres vínculos distintos desde los cuales podría haberme presentado en la Dirección “apadrinado” por alguien, y sin embargo lo hice de modo totalmente autogestivo.
No le aclaré que en mi cabeza ningún vínculo sirve de carta de presentación y menos que menos los familiares.

Llegamos, hacemos los preparativos iniciales, y nos enteramos de que el Secretario no iba a asistir. Su madre si, una viejita encantadora que se rie de que su hijo no tiene más tiempo para verla y cuenta que tiene “69 años, y no quiero cumplir 70”, con una sencillez que parece rayar en la frivolidad.
Pero quién es uno para sentenciar.

Pensé que mi jefe se molestaría con la ausencia del secretario, que era su razón de venir, pero en vez de eso, dice “toda la presión que esto tenía acaba de desaparecer”.
Empezamos a charlar, me cuenta que está en un punto de su carrera donde no quiere crecer más, sino disfrutar de un poco de relajación. Pocos meses después empezaria a tomar un trabajo en megaeventos tras otro, todos con alrededor de una semana de preparación. Pero en ese momento le creí lo que decía.
Le pregunto sobre Hugo Marcel, sobre porqué lo convoca para eventos que le parecen tan importantes.

Me responde que por un lado, porque cubre sus requisitos: le parece muy buen artista, siempre cumple, y nunca hace ninguna clase de quilombo como llegar tarde o pelearse con alguien.
Tomo nota.

Y que por otro, porque es un hombre con muchos años de trayectoria, que si cambia la gestión tal vez sea la última vez que puede trabajar para el gobierno, y que si puede ayudarlo a juntar unos mangos más para jubilarse dignamente, le parece algo bueno de hacer.
También tomo nota.

Charlamos con uno de los sonidistas, se conocen de muchas presentaciones juntos. El sonidista pesa 120 kilos, está muy contento de eso. Trabajó de rompededos, tiene varias peleas en circuitos clandestinos, perdió una vez sola, que abandonó al darse cuenta de que su oponente era Héctor Echavarría.
“Este tipo es amigo mío” me dice mi jefe cuando rompededos vuelve a la consola de sonido.
Tomo nota.

Llega Hugo Marcel, un señor de unos 65 años. Sigo sin saber nada de su trayectoria. Llega muy contento, muy amable. Lo acompañan su señora, Lolita, y el tecladista con su mujer. Ellos usan traje, ellas vestidos de noche y carga de maquillaje. Los demás músicos llegan poco después. Todo el mundo le abre algún camino, lo acompañamos al espacio que obra de camarino, los locales se excusan de la modestia de todo, a él nada le hace problema.

Mientras los músicos cenan lo que les brindan, yo revoloteo cumpliendo algunas indicaciones de mi jefe, al terminar, me indica que me quede cerca y me haga amigo. En un solo momento me doy cuenta de que estoy hablando y me callo, sintiéndome desubicado. El resto del tiempo, Hugo toma la palabra, demostrando las cualidades que luego le conocería como sólidas de su modo de trabajo, las que hacen que mi jefe lo llame un “todo terreno”: total ausencia de ansiedad frente al escenario, total ausencia de reclamos a los organizadores o a la situación, flexibilidad plena, buenos modales permanentes, atención solícita hacia el público en todo momento, mucho sentido del humor y la decisión clara de mantener el ánimo ligero del momento, siempre.
Sabiendo que soy un público nuevo, me cuenta espontáneamente su trayectoria.

Que empezó a los 14 años como ”el pibe del tango”. Que tuvo un éxito inmediato, que a los 20 años había compartido escenario y grabaciones con todos los consagrados y tenía un nombre propio.
Que más o menos por esa fecha decidió pasarse a la canción melódica.
Le pregunto sobre el cambio de género, y me responde que eran cosas de la edad, que uno a esa edad quiere probar de todo, y se atreve.
Me mira, cansado y entero, y me dice “ahora no me atrevo a nada”.
Su cansancio profundo me toca el alma, sé que parte de eso es un hígado atragantado, pero no sé qué es el resto.

Me sigue contando.
Que llegó a competir con Sandro en un Festival de la Canción, donde quedó segundo frente al mismo Sandro, con lo que sería su mayor hit “Hoy la he visto pasar a María”.
Lolita se indigna, cuarenta años después, de que el concurso estuviera amañado, Hugo disiente con elegancia, reconociendo los méritos de la canción del ganador, y comentando que igualmente, con esa canción vendieron bastante – creo recordar que dijo algo así como un millón de copias, en 1969.
Meses después me enteraría que con el título de la canción hicieron una película que interpretó él mismo en el rol de Hugo, un cantante que llega a Buenos Aires a trabajar de taxista hasta que triunfa en lo suyo, que serviría de base para la posterior serie “Rolando Rivas, taxista”.

No me atrevía a preguntar porqué tocaba entonces para el estado, en una sociedad de fomento, por la mínima cantidad que yo mismo había redactado en su contrato.
Creo que igual lo pregunté, o al menos puse la suficiente cara para que elija contármelo por sí mismo: el era muy peronista, desde chiquitito.

En aquella época incipiente del ícono mediático, donde las horas de televisión eran contadas y el firmamento de estrellas mucho más reducido pero terriblemente gravitante, los líderes de estado compartían cartel y afecto público con las personalidades artísticas.
Siendo la tendencia del momento el fascismo y la generación de masas cohesionadas más a través del afecto político que de la razón, y siendo que todo el mundo estaba ávido de que esto ocurriera, la cercanía entre los personajes queridos por el público, de todas las ramas, era un modo más, y muy importante, de generar confluencia de afectos y consolidar posiciones para todos, principalmente para los referentes mayores.
Por eso la cercanía pública de Perón con Gatica, con Hugo, etc.
De las pocas, o menos que ahora, figuras públicas, convenía estar cerca para mantener la omnipresencia y absorber y derivar parte del cariño del público.
Este análisis es mío, no de Hugo, y no cuestiono la veracidad de los sentimientos de Perón hacia él.
Los de Hugo hacia Perón están absolutamente más allá de toda duda. Su fidelidad raya en lo chocante para mi, que traicioné a todo dios.

En esa época, los límites de las cosas se difuminaban. Como dije, los artistas famosos no eran tantos, y los que tenían filiación política pública e incondicional eran menos. Por eso le creí cuando me dijo que, en una gira por medio oriente, un jeque le ofreció ser intermediario para hacerle llegar un préstamo internacional a Perón. Entre todo lo dicho anteriormente, y que los jeques siempre fueron y son pastores de cabras inflados, me parece totalmente probable.
Para esa época la llegada a Perón ya no era tan sencilla, y la persistente ingenuidad política de Hugo lo llevó a hablar con uno de sus representantes en el gabinete de aquel entonces – no logro recordar el nombre que me dijera- sobre dicho crédito.

El personaje, lo primero que le pregunta es “¿qué necesitás para estar tranquilo?”.
Hugo no entiende la pregunta.

Insiste simplemente en que quiere que Perón tome conocimiento de la oferta, y le vuelven a preguntar sobre su tranquilidad.
Termina diciendo, el pobre, con las pelotas infladas, que lo que necesita para estar tranquilo es que ese crédito llegue al pueblo argentino.
La transitividad Perón – pueblo argentino era para él así de cierta.

Cuando el otro le empieza a decir que “esto es complicado y hay muchas cosas que Hugo no entiende”, la caen todas las fichas, y todavía le cambia la cara cuando cuenta que entendió que si insistía, podía aparecer desnudo y muerto en una zanja. Probablemente hasta ese momento no hubiera asociado que un crédito internacional es un montón de dinero, además y antes que una ayuda para un país.

Después, llegó la prohibición.
Y durante diez años no pudo asumir su nombre artístico, ni presentarse en ningún lado.
En esa época, si tenías un quiosco o librería, podía ocurrir que un día entrara el ex competidor número uno de Sandro a venderte artículos de papelería.

Zafó de expropiaciones, creo, pero diez años de heladera quebraron su carrera pública. Al regreso, los gustos del público habían sido transformados por el club del clan y el a go go. Hugo se encuentra con una amplísima base de seguidores y admiradores de antes de los sesenta, pero ningún reconocimiento de la generación entonces importante para el mercado.
Todavía era demasiado joven para ser un valor nacional, y el tango y la canción no volverían a ser géneros valorados hasta los 90 el primero, y hasta la fecha y contando el segundo.
Desde los 90 más o menos, consigue siempre trabajo. Por lo que entiendo del contrato que le tramité y de lo que me cuenta, son todos adecuados para alguien que recién empieza y tiene expectativas de crecer, que no es el caso. Pero ante su clara conformidad y tranquilidad, mi reflejo natural de preocupación y angustia se desarticula.

Se da una pausa en la charla y reconozco mi silencio de cada vez que me dicen algo que voy a estar asimilando por semanas o meses. Entonces Hugo intercala un chiste sobre que se le acaba de endurecer el cuello y me percato a tiempo de que no nos conocemos lo suficiente para ofrecerle un masaje. Queda claro en su humor que la tortícolis no va a afectar su desempeño en el escenario.

Llega el momento del show y, entre un montón de cosas, no consigo conectar con el espectáculo, así que salgo a tomar aire a la vereda. Está mi jefe.

Le confieso mi profunda impresión ante semejante historia.
La gloria, la inocencia.
La pasión histórica, la desilusión de todo lo que nunca volvió, desde el Perón bueno hasta la fama internacional. La amargura, la flexibilidad, la aceptación.
Todo me impresiona profundamente, me parecen movimientos del alma demasiado grandes para casi concebirlos. Y todos los hizo, y ya hace tiempo, ese hombre que hace chistes comiendo asado y se saca fotos con ancianas emocionadas.

Mi jefe me sonríe y me dice “¿viste porqué había que darle trabajo?”.









Tomo nota.

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