Por si algún día vuelvo a dar masaje considero cuestiones anatómicas sobre cómo se agita mi muñeca al batir unos huevos, cuando la veo asomarse por el rabillo del ojo. Sonrío demasiado abiertamente, y no se le me ocurre mejor cosa que darme un beso en el hombro y preguntarme de qué me río.
- Cuando estemos en confianza te cuento – es lo que más aire se me ocurre que me da para responder con sinceridad. Eventualmente.
Se pone seria y sin decir nada da media vuelta, se va al dormitorio y lo camina. La escucho desde la cocina. Pasa al living (y me hace acordar sin saberlo que ahora tengo dos ambientes).
Oigo cómo lo mide a pasos y sonrío de nuevo al recordar sus piernas cortitas.
Vuelve y sintetiza, con acento científico:
- Empezamos a coger allá (señala a través de la pared mi colchoneta en el dormitorio). Terminamos acá (da un paso fuera de la cocina y señala el living, abajo de los percheros que pusimos con Oveja). Y honestamente perdí la noción del tiempo que pasó entre un punto y otro. ¿Cuánto falta para que estemos en confianza?.
Tiene razón.
Igual hubiera preferido unos meses más para decirlo.
- Nada. Me pone contento que estés acá.
Contenta pero sobria, recatada, reservada, me da otra vez un beso en el hombro y siento el choque de una correntada, de esos que sé que nadie que no haya vivido una crecida de río en el monte va a entender.
Hacia el otro costado, desde el otro hombro, se abren el balcón y el cielo.
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