ES IMPORTANTE SABER
jueves, 11 de marzo de 2010
El hombre, la puerta, el cuchillo
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Despertarse después de perder es feo.
La falta de tiempo de descanso no es tan importante: es la voluntad de los músculos lo que no está más.
Una especie de falta de fe celular.
He comentado algunas cosas de la relación con mi padre, del constante cambio de roles de hijo a responsable, de su autoabandono increíble en profundidad y detalle, de su rebeldía ante cualquier decisión adecuada, de su concepto desesperantemente absurdo sobre el uso del pensamiento lateral.
Alicia, mi terapeuta psicológica, también lo atiende.
Al principio papá, por amenaza mía de terminar absolutamente la relación, y aprovechando la cercanía, comenzó a ir una vez por semana.
Al tiempo, a pesar de tener unos quinientos pesos por mes que le envía un amigo desde Chile y de tener un inquilino en un cuartito de su casa que le acercaba unos trescientos o cuatrocientos mas, manifestó que no podía pagar, por lo que Alicia dejó de cobrarle.
Poco después aseguró no poder cubrir las tres cuadras caminando, así que Alicia comenzó a ir a domicilio.
A los meses, cambió la comida por el tabaco, así que no tenía regularmente la energía necesaria para realizar una visualización, por lo que Alicia iba a su casa, gratis, a hacerle rei ki. O compañía.
Mi padre, como no quería subir y bajar el piso por escalera de su casa, daba indiscriminadamente llaves, del edificio y de la casa, a cualquiera que pudiera llegar a tener algo que hacer allí.
En cierto momento me quedé sin casa, durmiendo en el piso del estudio de un amigo
Mi padre accedió a serme garante para alquilar, pero el mismo día de firmar, se retractó, aduciendo que “dar una garantía es una responsabilidad muy grande”.
Desde ese día dejé de verlo.
Un día tiempo después me llamó el inquilino, para avisarme de que mi padre estaba internado. Parecía creer que eso ocurría por algo distinto que la conducta regular de mi padre, así que le aconsejé que no se preocupara demasiado porque esto le iba a pasar seguido.
También le dije que no me importaba dejar a mi padre morir solo.
MARTES
El martes pasado, antes de iniciar mi sesión, Alicia me dice: “considero que es tiempo de que te lo diga: hace tres semanas que no puedo entrar a lo de tu padre. La cerradura de su puerta está cambiada, y no contesta el teléfono”.
Totalmente tranquilo de que mi padre corre regularmente riesgo de muerte por autoabandono cuando se queda solo, pero de que siempre llega alguien a internarlo, con lo que se recupera plenamente - y quiero decir: plenamente - en pocos días de comer y tomar su medicación, dije que iría más tarde a chequear.
Al salir, saludé a mi amigo Pablo, que recién comienza terapia ahí mismo, y quedamos en que volvería a buscarlo al final de la sesión, para ver cómo le iba.
Llegué al edificio de mi padre, y toqué el timbre de la vecina María, una señora medio cachusa y renga pero de excelente disposición, que me comentó que si, que no veía a mi padre desde que lo internaron, tres semanas atrás.
Que había visto al inquilino sacando “cosas que mi padre le había encargado vender, para tener un poco de plata”. A veces no había preguntado nada, porque, por ejemplo, el televisor, podía habérselo llevado a mi padre al hospital.
Con mi padre, todo es posible, así que pregunté directamente por el cambio de cerradura. María no sabía nada.
Volví a buscar a Pablo, nos sentamos a tomar un café, y llamé al inquilino.
En una internación previa de mi padre, intermedia entre la ya dicha y anteriores, al pasar yo a chequear la casa, nos habíamos conocido: un taxista de unos cuarenta y cinco años, pelo negro peinado hacia atrás, estrábico. Cierto carisma, moralidad dudosa. Mi padre me había comentado que no era muy puntual con el pago, y que una vez le había pagado una parte y al rato se la había pedido prestada para dársela al hijo (a lo que mi padre accedió, y después quiso pedirme ese dinero a mí mientras esperaba que el inquilino se lo devolviera).
En la ocasión de conocernos, intercambiamos teléfonos por lo que pudiera ser necesario.
Esa noche usé ese teléfono desde el café.
“¿Mario?”
“¿Quién es?”
“Rogelio hijo... te llamo para ponerme un poco al tanto, porque me contaron unas cosas un poco raras...”
“¿Vos sabés dónde está tu padre?”
“Si, pero te llamaba por otra cosa, me dijeron que cambiaste la cerradura”
“¿Vos sabés dónde está tu padre?”
“Si: internado. ¿Porqué cambiaste la cerradura?”
“Porque en esta casa entra medio mundo mientras vos dejás que tu viejo se muera un hospital y no le alcanzás ni un vaso de agua!”
“Tá. ¿Entendés que no puede ser que seas vos el único que tenga acceso a la casa de mi padre?”
“Vos no podés decir nada porque no hacés nada por tu viejo y lo dejás morir en un hospital sin alcanzarle ni un vaso de agua”
Me levanté y salí del bar.
“Lo que hice y no hice por mi padre no lo sabés vos, asi que por favor – aunque mi tono de voz era bastante alto – no me juzgues, y no mezcles más los temas”.
“Porque a tu viejo lo llevo yo al hospital y vos ni aparecés!!”
“Tá. Yo te agradezco mucho todo lo que hacés por mi viejo, pero ¿cuándo nos podemos encontrar para que me des una copia de las llaves?”
“Acá no entra nadie!! Acá vivo yo y no entra más nadie!!”
“No es así. Ahí también vive mi viejo y vos no podés ser el único con acceso al departamento”.
“Tu viejo no vive acá porque se está muriendo en un hospital!!”
A la tercera vez que pasamos por el mismo lugar, opté por acortar algunas cosas: “ Estás diciendo mucho eso de que mi viejo se está muriendo en un hospital ¿Vos pensás que eso, si es que está pasando, te da derecho a quedarte con el departamento?”
“No, no... el dueño sos vos, eso no lo discute nadie”
“El dueño es mi padre mientras esté vivo. Pero mientras no se pueda mover, e incluso cuando pueda, no podés cambiar la cerradura sin avisarle a nadie. Por favor, no mezcles mas los temas: mi relación con mi padre no es asunto tuyo. Atengámonos a lo que sí tenemos que hablar”.
“El que vive acá soy yo y acá no entra nadie!”
“No es así: vos alquilás una piecita. Eso no te da derecho a tener las llaves de todo el departamento”.
“Yo tengo un contrato por todo el departamento”.
Acá hubo nuevos desacuerdos y desbordes, tuve que recordarle que la relación entre mi padre y yo no es asunto suyo.
“Bueno, esto no es para charlar por teléfono, mejor lo hablamos en persona”.
Terminamos quedando en vernos al día siguiente, llegó a cerrar con algo así como “no te discuto que el dueño sos vos – mi viejo, le corregí de vuelta – pero acá no entra nadie”.
Caminamos un poco para bajar la mala leche, y el pensamiento general que me dominaba era algo así como “este pobre gil se cree que por vivir seis meses con mi viejo se fué la guerra y se ganó una medalla”.
Para el día siguiente, esto había cuajado en bastante buena voluntad hacia él.
“A fin de cuentas, pensaba, el pobre boludo entró buscando un cuarto barato y quedó en la peor situación posible para que todo el mundo lo acuse de cualquier cosa”.
“Y es cierto, que fué él y no cualquiera de todos los otros posibles, incluído yo, el que lo terminó llevando estas últimas veces al hospital”.
Tiré el I Ching y salió El Viento, La Suavidad, “con buenas maneras se consigue lo que se quiere, incluso con personas irritables”.
Me pareció impecable, y muy en sintonía con mi pensamiento.
MIERCOLES
Al día siguiente, media hora antes de la fijada para el encuentro, Mario me llama para decirme vagamente que no iba a poder verme.
Insistí un poco en indagar, y dijo claramente “no tengo ganas, así que la que te queda es la vía judicial”.
Yo, todavía intentando mantener la buena voluntad – ahora me pregunto si por bondad o cobardía – traté de temperar, pero empezó a trepar solo hasta terminar gritando que “si quería se atrincheraba en el departamento y al que le fuera a romper las pelotas, lo sacaba a las patadas o los tiros”, y colgando.
Yo, algo nervioso pero menos que la noche anterior, volví a llamar, pacientemente, dos veces. La tercera me atiende, llamativamente calmado, y le digo: “Mario, no tengo interés en pelear: soy totalmente conciente de que no es mi padrino, ni mi tío, ni yo mismo los que estamos acompañando a mi padre en su muerte, sino vos, y eso para mi es valioso: no dejo de considerarlo”, etc, etc.
Quedamos en encontrarnos, de vuelta. Le recordé que llevara el contrato y él sugirió un lugar, cercano a la casa. Esperar entrar me parecía demasiado, así que no lo planteé.
Me conformaba con iniciar un contacto amable que sirviera de base para posteriores encuentros. Fué prácticamente la última vez que me comporté de manera estratégica, antes de perder el hilo.
Nos encontramos en un bar parrilla economiquísimo cerca de Scalabrini Ortiz y Corrientes. Llegó unos cinco minutos tarde y encaró al mozo con un fondo de familiaridad mientras le gritaba, serio, “Quién atiende esta mierda!!?”
“Yo” dijo el muchacho, mirándolo de frente, sin casi reaccionar.
“Ah, bueno, entonces traeme un café con leche”.
Interesante, pensé.
Atropellador, ambiguo, doble.
Le agradecí haber venido y planteé claramente: “Entiendo que vos pienses que soy Satanás, pero no me importa: no vine a charlar mis asuntos personales y familiares con vos. La relación con mi viejo está fuera de tema”.
Tras eso, charlamos con cierta fluidez.
Me dijo que había gente en el hospital que quería acercarse a mi viejo para ver si le podía quitar el departamento, que me convendría hacerme un poder general o algo asi.
Dijo que mi padre lo mandó una vez a cobrar la plata que le mandaban de Chile.
Fué honesto conmigo: “no pensaba darle ese dinero: en el hospital no lo puede usar, y además, hace cualquiera con la plata”. Estuve de acuerdo.
También dijo que al mismo día siguiente los quinientos pesos enteros fueron sustraídos de su casa.
“Por eso cambié la cerradura: medio mundo tenía la llave de esa casa, tu viejo se la daba a cualquiera”.
También estuve de acuerdo. Pero no dejó de incomodarme que fuera el único que hubiera visto quinientos pesos antes de que se perdieran. Tampoco me gustó que tratara de hacer recaer sospechas sobre la asistenta geriátrica que la municipalidad mandaba a casa de mi padre.
Llegó el tema del contrato, y mientras esperaba que lo mostrara, me explicó de que se trataba: un contrato por dos años de alquiler, por el departamento entero, ya pago por adelantado. Otros diez mil pesos que sólo había visto él.
También dijo que estaba pagando cosas que no le correspondían, como las expensas y los servicios, porque no sabía qué había hecho mi viejo con la plata.
Cundo me preguntó por tercera vez qué quería yo, lo pensé un momento y le dije, honestamente: “Quiero estar tranquilo: que vos seas el inquilino del departamento me sirve para que se mantenga. Lo demás lo iré viendo”.
Le dije que querría ver el contrato y los recibos, y quedamos en que arreglaríamos un segundo día para vernos.
Nos despedimos, invité el café, le agradecí nuevamente haber accedido al diálogo.
Y, tras dudarlo un poco, me fuí al Durand, a ver a mi viejo.
Se emocionó mucho de verme, yo me entristecí bastante. Su estado mental era claramente calamitoso.
Charlamos un poco y salí a preguntarle a algún médico sobre la situación.
La primera que encontré tenía un acento extraño, o extranjero, y al presentarme como el hijo del paciente de la cuatrocientos uno, dijo “Ah! Que bueno!, por favor, dame tu teléfono”.
“Es la primera vez que me piden el teléfono” dije, contento.
“Es que se habla en todo el piso de que tu papá ya no puede estar solo”
Me puso contento. Yo ya sabía esto desde años atrás, pero en una consulta con una abogada y una médica psiquiatra me convencieron de que no se podía demostrar con suficiente seguridad como para relevar a mi padre de sus derechos civiles, así que terminé haciendo lo único que me quedó para salvar la vida, sabiendo “que si me voy se cae y si me quedo se tira”.
Y lo dejé, librado a su suerte.
Este comentario de la médica parecía ser la primer señal de que algo estaba cambiando en el total de cosas.
Me aconsejó que pasara al día siguiente, a la mañana, por Asistencia Social, donde tal vez pudiera ayudarme a buscarle geriátrico, o por lo menos a saber qué hacer.
Sabiendo cabalmente que iba a tardar un rato largo en terminar de entender hasta dónde estaba conmovido por el reencuentro, me dispuse a cumplir con el último compromiso de la tarde, y fui a lo de Paula, una masajista que me presentara Alicia, de quien me considero descendiente en la línea de masaje que hacemos, y con quien desarrollamos casi inmediatamente una amistad que continuó después de que me diera el alta de su tratamiento.
En el medio, pasé por casa, tiré el I Ching de vuelta sobre la situación con mi padre. Siete, el Ejército: “es propicio designar ayudantes y hacer marchar ejércitos”.
Me imaginé a Mario como mi “General Enfermero de mi padre”, me reí y salí hacia lo de Paula.
También hice una lectura de cartas: el mejor camino posible era la idealización. Lo asumí como minimizar los detalles que me hacían ruido del dinero desaparecido y el contrato fantasma, en pro de la posibilidad de negociar, y de una posible buena voluntad verdadera de parte de Mario.
En la bici, empecé a cambiar mi parecer.
“¿Porqué no me mostró ni contrato ni recibos?”
Traté de no intranquilizarme, y todavía no entiendo porqué.
Al llegar a lo de Paula, le comenté los acontecimientos de ese mismo día y el anterior, y ella comenzó a mostrarse muy intranquila. Tiendo a desconfiar de sus instintos en todo lo que no sea masaje, pero ahora yo mismo estaba en la pendiente: el péndulo mental estaba volviendo desde una forzada confianza hacia la otra punta, y ya había pasado el punto medio.
Paula insistió en que lo mejor sería moverme rápido, incluso “no enfriarme” de la conmoción de haber visto a mi padre, que “podría ayudarme”.
Lo contrario de este consejo al sentido común no se me escapó, pero ya me picaban demasiadas cosas: había visto que mi padre no tenía su televisor, en el hospital.
Revisé mi agenda telefónica: aún figura Fernanda, a quien no veía desde hacía cosa de un año y, con la poca atención que le presto a la gente, no recordaba abogada de qué era exactamente.
Entre llamarla y rebotar en el contestador del celular, hice otros dos llamados: amigos aficionados a las artes marciales que tal vez se brindaran. Julio uno de ellos, Pablo el otro, que estuviera presente la noche anterior durante mi primer charla telefónica con Mario.
Les expliqué la situación, estuvieron de acuerdo en que todo era muy sospechoso, no dudaron de que mi padre estaba siendo robado.
“Estoy tratando de hablar con una abogada” les dije a cada uno en su momento.
“Vamos a ver qué me dice, pero estoy pensando que tal vez necesite hacer una entrada forzosa a la casa de mi padre, y no quisiera hacerla solo”.
“Además, voy a necesitar gente que ocupe la casa para que yo pueda ir al hospital, o moverme en general. La idea no es exponer a nadie a nada, pero necesito alguien que pueda llamar a la policía si el tipo trata de entrar cuando yo no estoy”.
Ambos aceptaron ayudarme, volví a intentar con Fer.
Me atendió en el teléfono de la casa, le expliqué todo suscintamente, coincidimos en lo mismo que habíamos hablado con Paula: si no me había mostrado el contrato, probablemente fuera porque no lo tenía.
Una denuncia polical por usurpación podía llevar entre semanas y meses.
“¿Podés saber cuándo el tipo no está en la casa?”, preguntó.
“Si: sale todas las noches y vuelve tipo seis de la mañana”
“Entonces te aconsejo que intentes la rápida”, dijo Fer, “y entres cuando el tipo no está, lo llames para decirle que no vuelva, y después negociás la entrega de sus cosas”.
“¿Y si resulta que si tiene contrato?” atiné a preguntarle, entre una llamada y otra. Las preguntas se me ocurrían siempre después de colgar, lo que tomé como señal clara de estar entrando en terreno de nerviosismo y alteración mental.
“Si tiene contrato, que lo haga valer desde afuera” respondió.
“Y si te pone una denuncia por violación de domicilio... bueno, si hace eso, yo te defiendo”.
Me preocupó el total de frase y tono, pero pensé en la cercanía del alta de mi padre, y en que por primera vez quizá tuviera apoyo médico para mandarlo a un geriátrico. Y que no tenía con qué pagarlo. Y que tal vez en quince días de ocupar el departamento pudiera vaciarlo lo suficiente para alquilarlo, y que si lo ponía barato, en otros quince días podría tener con suerte una entrada que fuera al menos cercana al costo presunto de un geriátrico. Qué hacer durante ese mes, ni idea, pero un mes, incluso el peor, termina pasando.
Volví a llamar a Julio.
“Se armó la de convóis” fué lo último que esperé nunca escucharme decir, y lo primero que me salió.
Julio saldría de trabajar a las seis de la mañana, cosa que me convenía porque a esa misma hora volvería Mario, y Pablo y yo ya estaríamos mas bien agotados, porque probablemente no lográramos dormir.
Convinimos una manera segura de que se acercara a la casa para minimizar el riesgo de encuentro con Mario, y quedamos en que le hacía el relevo a Pablo, y probablemente yo usara ese momento para salir a hacer... ni sabía qué. Lo que fuera que debiera hacer a las seis de la mañana del siguiente día.
Me senté unos minutos a comer la cena que Paula había preparado, y a las once menos cuarto de la noche salí corriendo a casa, a buscar mi DNI, la tarjeta para poder retirar algo de dinero por si acaso, y las llaves que no recordaba haber guardado de la puerta del edificio de la casa de mi padre.
JUEVES
Llegué, me tomé deliberadamente un minuto para ir al baño, pensando que no sabía cuándo podría volver a hacerlo y queriendo evitar los efectos más ridículos del stress, y al salir, me pregunté de vuelta “¿Qué hago si sí hay un contrato?”.
Ví el encendedor sobre la mesa y lo tomé.
Al salir toqué la puerta de Neri, mi vecino encargado de edificio, pensando que quizás por su trabajo conociera cerrajeros que hicieran urgencias nocturnas. No.
Mensajeé a Pablo que al llegar al lugar convenido buscara cerrajero. Que no lo llevara inmediatamente, que esperara que yo le diera el aviso de que la casa estaba vacía.
Porque otra de las cosas que llegué a consultar con Fer fué “'¿qué pasa si hay gente?”.
“Si hay gente, dejalo para mañana. Mejor hacer estas cosas de día. Y vos no lo conocés al tipo, ni supiste nunca que tu padre metió un inquilino en la casa”.
“¿A pesar de que estuve hablando con él esta tarde?”.
“Absolutamente si. Vos tenés que decir que nunca lo viste, que no sabías que había nadie viviendo adentro, que te enteraste de que tu padre está internado, le querías llevar cosas, te encontraste con la cerradura cambiada y no pensaste”.
“Ok”.
No había guardado copia de la llave, así que llegando a la casa, llamé de vuelta a María para preguntarle si tendría problema en prestarme una copia de la llave de abajo, para poder entrar con el cerrajero.
Le expliqué la situación y le aclaré “así que de acá en más, yo nunca conocí a este tipo Mario. Por favor, si te preguntan, no digas otra cosa”.
Viajando en la bici, pensaba en el I Ching, y me decía que esto se parecía más a “designar ayudantes y mover ejércitos”. Me reproché el forzar mi pensamiento hacia la armonía, asumí que había sido para evitar el conflicto, me critiqué la cobardía.
Por momentos, recordaba lo honestamente que le había manifestado mi buena voluntad a Mario, y en cuánto cambiara mi pensamiento, en lo claro que se me hacía de repente que no me hubiera mostrado contrato ni recibos.
Y pensaba “lo estoy re traicionando”.
Y después “Y está buenísimo!!”.
Me llega mensaje de Pablo “ESTOY TRANSPIRANDO ME TIEMBLAN LAS PIERNAS ME DUELE EL ESTOMAGO NO PUEDO HACERLO”
“POR FAVOR RECAPACITA NO QUIERO QUE TE METAN UN TIRO”.
Respondo. “No te preocupes, no hace falta que entres, por favor buscame el cerrajero”.
Eran las once de la noche pasadas.
Llego, llamo a María una vez más, le pregunto si notó que el inquilino se fuera. Me dice “no hay luz, acá, y a esta hora ya no está nunca”.
“Perfecto. Voy a llamar unas cuantas veces. Si no me contesta nadie, te toco a vos para que me pases la llave y llamo un cerrajero. ¿Conocés alguno que atienda de noche?”.
No, no conocía.
Nadie contestó el timbre.
Me pasó unas llaves, le pedí que me dejara el juego completo para poder mostrarle al cerrajero que tenía llaves de arriba, pero que no servían.
Dejé la bicicleta en el pasillo y salí a buscar cerrajero.
Mensaje de Pablo “No encuentro ningun cerrajero abierto. Estoy cansado de dar vueltas. Me voy a dormir”.
Lo llamo: “Loco, TRAEME UN CERRAJERO”. Cuelgo.
Pregunto al policía de la esquina por una cerrajería, le expongo la mentira preparada al caso. Me sugiere que entre por lo de algún vecino y me descuelgue por la ventana. No me detuve a responderle que si él mismo me veía haciendo eso, debía llevarme preso.
Encuentro una cerrajería, empiezo a probar con los números de emergencias. Me atienden sólo los contestadores, consigo nuevos números, en todos lo mismo.
Tengo que reponer la carga del celular con tarjeta, no me atrevo a dejar de pasar cada tanto por la puerta del edificio, a ver si hay algún cambio.
La lavandera de al lado me reconoce, me da charla, intento no evidenciar que sé de la existencia de un inquilino.
No consigo cerrajero.
Nuevo mensaje de Pablo. Se va, no busca más cerrajero, nunca llegó.
Entré al edificio a ver si la bici seguía en el pasillo, me senté un rato, pensé tristemente “esto no es mover ejércitos”. Eran cerca de las doce y media.
Estaba por retirarme cuando llega el último mensaje de Pablo. “Encontré una cerrajería con turnos nocturnos – tal teléfono”.
“Ya fue” le escribí, totalmente desanimado. “Mañana veo que hago”.
Pero pensé en la sentencia “hace falta un hombre fuerte que conduzca el ejército”, y en Julio viniendo a las seis de la mañana, y en la casa vacía, y llamé, y me atendieron, y sólo quedaba sentarme a esperar.
Del lado de afuera del edificio, todos los taxis me parecían sospechosos.
Pasé media hora más diciéndome que no hay forma de que alguien acorte su jornada laboral en seis horas, que tenía tiempo de sobra para que el cerrajero llegara, hiciera lo suyo y yo lo mío.
Llegó, entramos, sacó un taladro eléctrico de entre las herramientas, miró alrededor y me preguntó por enchufes en el pasillo del edificio. Buscamos pero no encontramos nada más que algunas cajas de llaves generales de luz, de algunos departamentos, incluído el de mi padre abajo, al pie de la escalera.
Antes me había preguntado si yo podía despertar a algún vecino para certificar mi pertenencia al edificio. Le expliqué que prefería no hacerlo, por ser todos personas mayores.
Al preguntarle cómo hacía regularmente para conseguir enchufes para trabajar, me respondió, creí que con una sonrisita, “y, en general le pedimos a algún vecino”.
Le tocó de nuevo a María.
El sonido del taladro aumentó un poco mi dolor de estómago, y al mismo tiempo algo en mi empezó a reconocer la necesidad de relajarme.
“Ahora si, está ya todo jugado”, me dije.
Al abrir el tipo la puerta, decidí hacer algo, aunque más no fuera para moverme y sacar algo de adrenalina, y le dije “mientras vos ponés la cerradura nueva, voy al baño, permiso”.
Crucé la puerta y ví tres cosas al mismo tiempo: el espacio que ocupara el piano en que mi padre aprendió a tocar, estaba vacío.
Lo mismo pasaba con el espacio de la mesa de madera donde dió clases por años.
Y había luz en su dormitorio.
Susurré al cerrajero que saliera del departamento un minuto, explicándole que no debería haber nadie, y me acerqué a la puerta del dormitorio.
Golpeé, y no respondió nadie, así que la empujé con un dedo. Adentro había un hombre, terminando de vestirse y tomando un bolsito deportivo viejo y roto.
Trató de darme la mano y presentarse, lo ignoré y le pregunté quién era y cómo había entrado.
“Soy un amigo de Mario, él me dijo que podía dormir acá esta noche”.
“Esa es la cama de mi padre” dije.
“No quería causar problemas, ni siquiera desarmé la cama”
Miré el revoltijo de frazadas y sábanas, era cierto. Ni la había desarreglado, ni la había arreglado. Así como la encontró, se tiró encima. El pobre diablo.
Pensé en cuando llegaran, en cualquier orden, Mario o Julio, y le pedí que se fuera.
Ya estaba tan nervioso que me olvidé de que yo mismo estaba cambiando la cerradura, y, para prever que no volviera a entrar, le pregunté si tenía llaves.
“No”.
“¿Y cómo hizo para entrar?”
“Mario me abrió”.
“¿Y cómo iba a hacer para salir?”
“Es lo mismo que le pregunté yo a Mario”.
Cara de estupefacción.
“Pero me dijo que no me preocupara, que esperara a que volviera”.
Pobre diablo.
Le pedí disculpas mientras le abría la puerta de afuera y pensaba que tendría que dormir en la calle, por verlo envuelto en esto.
“A mi me hicieron un favor, no tenía dónde dormir”, me respondió.
Soy un estúpido.
Al volver, pedí disculpas al cerrajero, asegurándole que había llamado varias veces y nadie había respondido, cosa cierta además.
“¿Sabés las cosas que veo en este trabajo?”
Me cobró trescientos pesos y se fué.
En seguida me dí cuenta de que me había quedado sin la plata que esperaba usar para comprar comida para la toma.
Pero ya habría tiempo para pensar en eso.
Cerré con las dos llaves nuevas, y me dispuse a dar vuelta el departamento.
En el living había una mesa que soliera estar en la cocina, con facturas de servicios, un block de notas, una birome y anteojos apoyados encima.
Cierta mala leche me hizo revisar primero la pieza del inquilino, un espacio pequeñísimo a medias acondicionado y a medias no.
Encontré un carnet treinta años viejo de mi padre con el apellido mal escrito, un boleto de compra venta de la casa.
Seguí revolviendo, encontré un papel familiar, y se me cayó el corazón al piso.
Cuando pénsaba que mi padre me saldría de garante y estuve por alquilar departamento propio, pedí ejemplos de contratos inmobiliarios tipo.
Y este era, inequívocamente, un contrato inmobiliario, perfectamente redactado.
Y firmado por mi padre.
Por dos años de alquiler.
Sentí el encendedor en mi bolsillo, y me pregunté qué hacer.
Si el tipo tendría una copia.
Y lo peor de todo.
Si tal vez fuera un contrato legítimo.
Si hubiera negociado de buena fe.
Decidí guardar la poca documentación de mi padre que había encontrado en la mochila, y el contrato, por las dudas, cerca mío.
Previendo que quizás decidiera irme a casa y buscar al día siguiente a la abogada, que nos cruzáramos con Mario, que tuviera que luchar, era más difícil perderlo teniéndolo encima que en la mochila.
También pensé en distraer la atención con un paquete de documentos claro y visible en la mochila.
También pensé en seguir revisando el departamento a ver si encontraba algo más de mi padre.
Y ese fué uno de los últimos eslabones importantes en la larga cadena de estupideces de esa noche.
Mientras revisaba infructuosamente la habitación de mi padre, caí de repente en la cuenta de que hacía ya cerca de un minuto que escuchaba una llave intentando abrir la puerta.
Cambiaba de la cerradura de arriba a la de abajo.
Me acerqué a la puerta en el momento justo en que Mario empezó a gritar que abriera, insultando.
“Ni en pedo, y estoy llamando a la policía” dije, tomando el celular.
No recuerdo si golpeó la puerta o se apoyó fuerte, me insultó de vuelta y entendí que no se iría, así que llamé efectivamente.
“Mi nombre es Rogelio Ferreyra, estoy en tal calle, es la casa de mi padre, internado, vine a buscar ropa para llevarle, encontré las cerraduras cambiadas, entré con un cerrajero y ahora hay un hombre intentando entrar” dije, en voz lo bastante alta como para que el otro lo escuchara claramente.
No esperaba que se diera a la fuga, pero me pareció adecuado que lo supiera.
Tras un rato de amenazar desde detrás de la puerta, escucho que baja la escalera.
Y se apaga la luz en toda la casa.
Prendí la pantalla de mi celular, recordé alguna escena de “El negociador” y pensé “si está intentando ponerme nervioso, lo está logrando”, mientras alumbraba mi camino a la cocina y rebuscaba entre los cubiertos.
Lo mejor que encontré fue un tramontina de hoja delgada y serrucho finito y apretado.
No esperaba que intentara tirar la puerta, y menos que lo lograra, pero hacía poco más de veinticuatro horas, este mismo tipo había hablado de tiros.
Y si llegaba a pasar algo inesperado, no pensaba confiar sólo en mis manos.
Me puse tras la puerta, intentando oír algo de su presencia, y llamé de vuelta a la policía.
“Acabo de llamar, el individuo que está tratando de entrar acaba de cortar la luz de la casa, así que no voy a escuchar el timbre, por favor tóquenle a los vecinos”.
“El patrullero está llegando”
Llamé a María, le conté la situación, le pedí que no se arriesgara, pero que estuviera alerta. No recuerdo cómo ni porqué, hablé un momento con el ex marido, policía retirado, actualmente casi inválido, que se jactó de estar armado.
“Lo único que me faltaba” pensé, mientras lo imaginaba con bastón, pantalón a cuadros, nariz roja y corbata de moñito disparando al aire y puteando.
“Abrí, pelotudo, ya llegó la policía!!” gritó Mario desde la puerta.
“No voy a abrir por lo que digas vos”, dije.
Se acercó una segunda voz, pero recordé al homeless que sacara una hora antes, y, totalmente paranoiqueado, dije claramente que hasta que no me avisaran los vecinos que la policía estaba efectivamente fuera, no pensaba abrir.
“NO VE POR LA MIRILLA, SEÑOR, QUE SOY DE LA POLICIA?!”
Cuac.
Nunca en mi vida hasta este día tuve miedo de alguien tras la puerta. Jamás usé una mirilla y ahora, en la oscuridad, no podía verla.
La encontré al tacto y si, era la policía.
“Díganle que devuelva la luz así puedo abrir mejor” dije, algo avergonzado.
El resto es aburrido. Por miedo a que me registraran, cosa que no sabía si podían o no hacer, opté por mostrar el contrato a la policía.
Declaramos por separado, obviamente versiones absolutamente diferentes, y en el careo aterricé en un mutismo casi absoluto, en parte por el agotamiento y en parte por desinterés en intercambiar nada.
Mientras Mario repartía cigarrillos y charlaba animadamente con la policía, estuvimos todos de acuerdo en que era un contrato no del todo regular, pero en principio, válido.
Igualmente, no acepté retirarme sin que se me garantizara el acceso al departamento, y como la policía y, por supuesto, Mario, pensaban que yo debía devolver todas las llaves sin excepción, al rato llamaron al juzgado para que determinara el proceder policial.
Una vez hecho eso, me explicaron cómo es el procedimiento: se intenta conciliar por un tiempo prudencial, tras lo cual se deja todo en manos del juzgado, que podía determinar, por ejemplo, que yo había cometido violación de domicilio. Hubiera preferido que me explicaran el procedimiento antes.
Entre todas las cosas que me preguntaba, estaba si mentir que iba al baño para mandar un mensaje de texto a Julio avisándole “No vengas”, antes de que se hiciera la hora en que iba a llegar.
Afortunadamente, el juzgado resolvió que no había habido delito, ni por parte del inquilino por ahora, ni por parte del hijo del propietario, a lo que la policía me instó a entregar todas las llaves, tras lo cual el oficial dijo “bueno, nosotros nos vamos, uds hagan lo que quieran: charlen, mátense, pero si hacen ruido, los meto presos a los dos”.
Pensé en hablar algo con Mario, que se evidenciaba tranquilo y satisfecho, pero me pareció demasiado para ese mismo día, y también me dió cierto temor.
“Esperame y salgo con uds.”, dije.
Me consuelo pensando en el respingo que le vi dar de reojo a Mario cuando, queriendo tomar las facturas de la mesa para mostrar cómo se hace cargo de las cuentas de la casa, encontró un tramontina al lado de la birome, y cómo se tomó un segundo en ese momento.
Llegué a la calle en un estado de ánimo adormecido, casi anestesiado, y emprendí la vuelta a casa.
Eran las tres y media pasadas, y en cinco horas tenía que levantarme para volver al hospital.
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