Partes uno, dos y tres.
Arreglo todo en mi trabajo, tomo vacaciones por un mes.
Estaba en ese momento viviendo en una pensión y llevando adelante el juicio de sucesión de la casa de mi padre (para luego determinar qué haría con el intruso instalado adentro): las cuentas me cerraban muy justas, se me venían gastos grandes para el juicio y estaban por subirme el alquiler en la pensión, cuyo piso se hundía solo.
José me venía ofreciendo hacía tiempo la sala de ensayo de su banda para dormir. De repente, la mejor combinación posible era aprovechar el momento en que re hicieran el piso de la pensión, que tendría que abandonar obligatoriamente la pieza, para irme a Neuquén, pasar una semana o un mes, lo que pudiera, con Francisca, y volver directamente a la sala de ensayo para empezar a ahorrar el dinero que pudiera.
Temía que eso implicara terminar de abandonar mis pretensiones de trabajar con los masajes: a duras penas me daba la cara para llevar gente a la pensión -solo amigos con los que trabajaba por truque- mucho menos podría llevar desconocidos por dinero a una sala de ensayo.
La fantasía de volver y ocuparme de promocionarme a domicilio flotaba, pero estaba todo todavía demasiado lejos. Me intrigaba mucho saber con qué me encontraría en El Chocón. Mis experiencias con cocainómanos empedernidos me tintineaba recuerdos de desbordes y melodramas ridículos y agobiantes que escalan rápidamente a violencia visceral, inmensas cantidades de veneno repentinamente sueltas en el aire. Relaciones que se perpetúan sólo aceptando esa dinámica, a las que siempre renuncié muy rápidamente.
Terminé decidiendo viajar en avión por una oferta de ida y vuelta. Estaba preparado para volver como fuera, sabía que difícilmente pudiera cumplir las fechas de la aerolínea. Tenía posibilidades alternativas: Daniel estaba trabajando como maestro rural una o dos provincias más al sur. Si todo explotaba, podía volverme a Baires, o bajar y terminar mis vacaciones en Gualjaina, o esos lugares.
Bajé del avión y me tomé unos minutos de ansiedad en el bar del aeropuerto mientras Fran llegaba. Me avisa que está cerca, la veo acercarse desde la otra punta. Miles de palabras y risas por minuto, no podemos parar. No íbamos a poder parar en casi tres días.
Encaramos hacia la casa, y empieza a disculparse de antemano. Está muy ansiosa de que no desvalorice lo que tiene, preocupada. No sabe que me conformo con muy poco, o no recuerda lo que era Cascallares, donde compartimos la mayor parte de nuestra infancia en común.
El lugar donde vive ahora es una casa pre fabricada sobre una pila de tierra que nivela el terreno exacto de la casa y un metro más a los costados. Después, cae abruptamente. Parece una cajita puesta sobre una montañita de tierra y piedras, en un barrio en construcción a cierta distancia del pueblo del Chocón.
Por dentro tiene tres ambientes mínimos pegados entre sí, una cocina a garrafa y un baño con termotanque eléctrico de veinte litros.
A cinco minutos de caminata, el lago artificial creado por la represa, inmenso, gigante. Se lo puede caminar por horas sin hacer ni la mitad de su circunferencia.
La casa la empezó a construir Bubi con la intención de tener un lugar de fin de semana.
Se evidenció en cierto momento como la última posibilidad para Francisca de estar en algún lugar.
Dejamos la exploración para otro momento, nos empezamos a poner al día.
Inmediatamente antes de esto, me cuenta, había vivido cerca de Felisa. Al mismo tiempo casi que yo abandono la casa de Felisa en una bola de confusión y angustia, sin saber aún que le debía el encubrimiento de mi propio pasado y el familiar, Bubi le da a Fran un departamento a tres cuadras, en el mismo barrio, San Cristóbal.
Con tanta mala suerte que San Cristóbal es, hoy día, una de las cocinas de pasta base de capital federal.
Al poco tiempo había vendido todo lo que tenía en el departamento, había bailado desnuda en la calle frente al despacho local de pasta base con la intención de demostrar que estaba más loca que otra fumona que la quiso asustar, había llenado el departamento de fumones, se había enamorado de un linyera.
Lo invitó a vivir en su departamento para fumar juntos, me contaba cómo él no tenía dientes pero fue el único que le dio un orgasmo a través del sexo oral.
Que Santiago, en diez años de estar enamorados, no le había dado prácticamente ninguno, de ninguna forma.
Que el linyera terminó yéndose: como toda persona que de alguna forma termina viviendo en la calle, prefirió eso.
Que para ese momento el departamento estaba lleno de otros fumones, ella misma no pasaba tanto tiempo dentro.
Que Felisa y Bubi la visitaban seguido, ahí, pero ella no podía pasar ya más de cinco minutos sin fumar, así que entre la mugre del basural en que se fue convirtiendo el lugar, le pedía a su abuela “mirá para otro lado”, y se prendía una pipa rápida.
Que se prostituía en Constitución, literalmente por dos pesos.
Insistió mucho en esa frase y esa cantidad.
Que se pasaba a veces días en la escalera de entrada de la casa donde compraba, junto con muchos otros fumones que se iban conociendo mutuamente, de estar siempre ahí, pidiendo, vendiéndose, comprando.
Que casi vivían en esa escalera.
La llamaban El Castillo.
Que muchos decían que veían fantasmas de muertos anteriores en los escalones en que se sentaban ellos ahora.
Que un día me vió pasar.
Que la miré de frente y no la ví.
Puede ser, perfectamente puede ser.
ES IMPORTANTE SABER
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qué decir , no?
ResponderEliminarpor suerte nunca dejaste de escribir
sos un grande y un valiente roger
y talentosísimo como siempre, te abrazo
Me dijeron un par de veces eso de la valentía, y nunca entiendo de dónde lo sacan... o sea: LA MIRE DE FRENTE Y NO LA VI!.
ResponderEliminarDigo, se agradece la buena voluntad en la interpretación: nada más no cuadra con lo que creo contar.
Y más explicado tiene menos gracia aún.
Seguimos participando.
Beso grande Marie!
No sé cuándo, pero sale almuerzo o merienda.
Hoy,por verlo,contarlo y trascenderlo
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